Untitled

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Cuento que no pude encontrarle título, la verdad, si alguien me coopera con uno agradecido estaré.

Días de aburrimiento, escucho Anthrax mientras leo Juanelo y me digo si esto deverdad es verano, unos putos días nublado ¬¬º.

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Y por último me encontraba botado en la sucia tina del cuarto, empapado con mi propia sangre, con un dolor fulminante acuchillándome la espalda y con un órgano menos.


Todo comenzó hace tres días, mi novia me había echado del departamento en el que vivíamos el mismo día en que mi jefe en la fábrica descubrió que era un vago sin futuro. Así que ahí estaba yo, un joven de unos 28 años, sin comida ni techo y las únicas monedas que yacían en mis arcas no superaban los ocho mil pesos. En una situación así uno piensa en la familia, ya sabes, ese grupo de personas que te ampara y te alimenta hasta que tienes edad suficiente para trabajar, entonces te tiran a la calle como un par de zapatos que ya pasaron su vida útil.

Mi familia no era muy convencional, la verdad, era caótica y errática. Mis padres murieron en un accidente de auto cuando yo tenía seis años, lo que dejó repercusiones en mis hermanos. La pequeña Amelia, que en ése entonces tenia dos años tuvo pesadillas todas las noches de su existencia, supongo que aún las tiene. Ella está tras barrotes con un chaleco blanco y ajusto en el manicomio de Stephenson, en Ñuñoa. Mi hermano mayor, Manuel, buscó el congojo en Dios y la iglesia, lamentablemente se transformó en un fanático más, se unió a una comunidad y vivía allí, quedaba en Huachuraba. Así que junté un par de relucientes orbes y me subí en una de estos nuevos transportes verdes, eran lentos, pero no me importaba… necesitaba pensar.

La micro se balanceaba de un lado a otro en la gastada calle. Observaba los cansados rostros de los ocupantes del vehículo, eran personas normales, viviendo una vida normal, con familias normales y un trabajo normal. No se preocupaban de la existencia de otros, no les interesaba que millones morían por un simple billete, putos hipócritas monótonos.

Vi un anciano al fondo, me recordó a mi abuelo. Cuando pequeño, mis hermanos y yo vivíamos con él y la abuela, él era un borracho que maltrataba a su esposa. A veces pienso que por su culpa fui un pútrido ebrio ocho años, hasta que Manuel me metió en rehabilitación. Yo creo que esa época desde los 16 hasta los 24 años fue mi periodo oscuro. Me la pasaba de bar en bar, la bebida era un regocijo un escape para no abalanzarme hacía el cielo y gritar con toda mi garganta que querría morir. Hasta que mi hermano me salvó.

Él me levantó un día, ebrio y todo, y me llevó a un centro de rehabilitación. Al principio fue atroz, pensaba que todos, al mirarme, me criticaban. Pero luego la conocí a ella; era una borracha, al igual que yo; y bebía para olvidar, de la misma manera que yo ¿su diferencia? Ella aún tenía sueños. Ella creía que todo se podría sobrepasar, que los grados de alcohol y las noches sin recuerdos podían terminar. Ella soñaba con poder mantenerse, y al ir al supermercado, que ninguna botella de vidrio caería en su carro. Y lo logró.

Luego de estar un año y tres horribles meses en ese lugar, salí como un civil normal. Fue cosa de tiempo encontrar trabajo, arrendar un hospedaje y comenzar a vivir, comenzar a aspirar a más. Un día me la encontré en el metro, fue corta la conversación, pero quedamos de vernos el sábado. Detengo mis pensamientos y salgo de esa nube de recuerdos un momento, he llegado.

Mientras bajo del enorme armatoste, recuerdo cuando fue la última vez que vi a Manuel. Fue para la misa de navidad. Así es, su héroe también va a misa. Estaba ahí con Rachel, ¡ah! Se me olvidó comentarlo, mi amada posee un nombre ingles. El punto es, sin más vueltas, que Manuel se acercó al terminar la ceremonia y me abrazó, luego dijo a mi oído:

-Lo lograste…

-No –le corté –lo logramos.

Y sonrió.

Estaba yo enfrente de la misma iglesia, ocho meses después, con un par de monedas en mis bolsillos y sin techo bajo el cual caer. Me dirijo hacía la enorme puerta y toco; no hay respuesta. Intento otra vez, esta con mi aliento y mi voz.

-¡Manuel! Soy Enrique, déjame entrar.

Nada, es imposible que se hayan ido, los monjes nunca abandonan su iglesia. Oigo pasos, alguien se acerca y abre la barrera de madera. Una cabeza con un sombrero negro y una cara de pocos amigos se alza:

-¿Qué escándalo haces, niño?

-Necesito ver al padre Manuel Praderas, por favor- le imploro.

-¿El padre Manuel? Él se fue a mediados de este año de este monasterio.

-¿De aquí? Y adónde iría ¿sino a una iglesia?

-Hijo, el padre Manuel se fue a Birmania en misión.

No lo podía creer, ese fue verdaderamente un golpe bajo, diría yo, un puntete en las pelotas. Mientras estaba boquiabierto, el monje cerró la puerta diciendo algo como “vaya con dios” o alguna estupidez por el estilo.

Así que estaba solo, fuera de una iglesia que no me acogía, en medio de una familia muerta y dividida y acompañado por una mujer que no me quería si no traía lukas a la casa. Así que caminé; no tenía ruta a seguir, solamente odio por la desdicha que se me dio y una lluvia que me lavaba la cara. Caminé y caminé, la lluvia dejó de caer y el sol se escondió, seguí caminando hasta que lo vi, tras una vitrina, a través de un televisor… se alzaba mi perdición.

La noticia mostraba a un muchacho que no pasaba los 25, anunciando algo acerca de un incendio, lo que me sorprendió; el lugar. Era nuestro departamento, dónde vivíamos Rachel y yo, pero un texto por debajo me alteró, me distorsionó.

NO SE ENCONTRARON SOBREVIVIENTES.

No podía ser cierto, no era cierto. Capás salió, a comprar, con sus amigas, a un prostíbulo ¡dónde mierda sea! Pero no, me equivoqué, ví esa imagen, era ella; no había duda. Su calcinado rostro siendo introducido en un saco negro, luego, lo cerraron unas manos.

No me controlé, es más, la furia fue la que hizo ese trabajo. Sentí como si mis ojos se cortaran y en su lugar pusieran hierros hirviendo al rojo vivo, como si me sangre se evaporara y de mis dedos emanara rabia. Agarré la piedra más cercana y la lancé con todas mis fuerzas, hice pedazos el cristal y entré a la vitrina. Levanté sobre mis hombros el aparato y con un desesperante grito lo tiré a la calle. Luego salí de ahí.

Cuando ya había caminado unas cuadras noté que tenía un par de cristales incrustados en los hombros, como quien tiene un par de gotas en la espalda, los retiré con ferviente fuerza. La sangre brotaba lentamente, se chorreaba por mi ya malgastada chaqueta, no me interesaba buscar ayuda médica o consuelo de los amigos que no poseía. Sabía bien lo que quería... más aún, lo que necesitaba.

Caminé por la adormecida ciudad hasta encontrarlo, entre vagos botados y gritos. Entré al antro y me dirigí directo a la barra, saqué todo el dinero que poseía y se lo lancé al cantinero.

-¡Un escoses, si es suficiente!-

Lo último que recuerdo es hablar con una muchacha, decirle que yo era mucho para sus sensuales piernas dieciocheras y luego su beso.

Ahora estoy aquí, en una inmunda sale de un motelucho. Con un tajo sin cerrar y un órgano menos.

La verdad, no sé a quién le cuento esta travesía, sí sé bien que allá arriba no hay ningún Dios que se apiade de mí.